domingo, 19 de diciembre de 2010

Un 19 de diciembre...


Un 19 de diciembre, dos familias, una argentina y una peruana, ultimaban detalles para la boda que tendría lugar esa noche en Victoria, a unos veintitantos kilómetros del centro de la Ciudad de Buenos Aires. Por convicción y por necesidad, estaba decidido que esa boda no sería como la mayoría, no habría grandes salones ni costosos vestidos ni servicio de catering ni DJ ni luces ni vals ni souvenirs.
Ya todo había comenzado trastocado cuando, el día anterior, siguiendo lo que había sido indicado por el personal del Registro Civil de San Isidro, los novios acudieron al mismo para entregar la documentación y solicitar la presencia del juez de paz en la casa de la hermana del novio, donde se haría la reunión, previo pago del derecho a ceremonia a domicilio. Toda una mañana tuvieron que sufrir entre amenazas de que el matrimonio no se podía celebrar hasta terminar oficialmente casados por adelantado, convocando a último momento a los testigos que fue posible ubicar. Pasado el mal trago, había que pensar en la reunión del sábado.
Diciembre en Buenos Aires es caluroso y muchas veces lluvioso. El evento estaba planeado para llevarse a cabo en el jardín, pero el pronóstico meteorológico anunciaba inminentes precipitaciones. (La lluvia en Buenos Aires es lluvia en serio: moja y mucho).
Ni siquiera la cruz de sal en el jardín fue suficiente para detener la furia del cielo; el 19 un diluvio parecía empapar los planes para la boda.
De todas maneras, las familias siguieron adelante con los planes, decidieron meter las mesas adentro y no parar con la producción. Toda la comida fue hecha por distintos miembros, peruanos y argentinos. Manjares de los dos países llenarían las mesas:
empanadas y carnes argentinas, papas a la huancaína y piqueos peruanos para los cuales se contrabandearon gran cantidad de ingredientes a través del aeropuerto de Ezeiza (donde el novio fue atrapado por dicho contrabando y obligado a descartar un mango), mientras que en el trago la Argentina aportó el vino y el Perú el fresco y delicioso pisco sour que duró lo que un suspiro de limeña.
Pasaban las horas y no dejaba de llover. Hasta se temía por la concurrencia, mientras todos los miembros de las dos familias seguían involucrados en los preparativos, hasta último momento.
Sólo media hora antes de la convocatoria llegaron los novios, siempre bajo intenso diluvio. Algún tempranero ya estaba ahí, y llegó a ver a los afortunados en “ropa de calle”. En pocos minutos se cambiaron, la novia terminó de maquillarse y arreglarse el pelo, y enseguida bajaron a recibir a una concurrencia que, contra todo pronóstico, fue más que puntual.
A las 8 de la noche debía llegar el juez de paz para la ceremonia (que, tras los acontecimientos del día anterior, sería una puesta en escena de lo que ya estaba oficializado en los papeles). Eran ya casi las 8 y media y nada, la gente no tenía problema porque el pisco sour distraía a todo el mundo, pero los novios empezaron a temer que el representante del Estado jamás aparecería. Pero minutos más tarde sí lo hizo, tranquilo, feliz, con un humor completamente distinto al del día anterior (por suerte).
Se hizo la ceremonia, se fue el juez de paz, dejó de llover, se acabó el pisco sour, voló la papa a la huancaína y otras delicias, y llegó el tiempo del baile. Desmontar las mesas para improvisar una pista no parecía una opción posible, así que la concurrencia se lanzó al jardín, todavía un poco mojado y embarrado… “¡pero qué chucha!”.
Y allí se bailó, se cortaron las tortas, se lanzó el ramo que fue atrapado por quien más lo merecía, y el matrimonio se celebró como todos querían.
En ese 19 de diciembre de 2009, los entonces novios no tenían en los planes, ni siquiera en los sueños, celebrar su primer año de casados en Beijing, China.

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