Por lo que experimenté hasta el momento, veo que mi estadía en Beijing será una sucesión de sorprendentes experiencias culinarias. Aquí la comida aparece por todos lados: hay por lo menos un restaurant o local de comida por cuadra (cuando no dos o tres o más), y por las calles los carritos de comida ofrecen pequeñas y tentadoras especialidades al paso.
Pero tal vez el más característico y difundido de los platos pekineses sea el pato laqueado, que se come en todo el mundo pero, obviamente, en ningún lado como aquí. La casi secreta y compleja preparación de este plato es uno de los tesoros de esta ciudad. Y el gigantesco restaurant Quanjude parece ser “el” lugar para degustarlo.
Se ordena por lo menos un pato entero. Al rato llega un cocinero que, en una mesa auxiliar al costado de la que uno ocupa, se pone a despostar el pato ya laqueado y a llevar a la mesa las diferentes piezas: primero trozos de piel crocante y dorada, luego rodajitas de carne con algo de piel adherida, que se aderezan con una salsa agridulce y se enrollan junto con cebollitas o apio en unos panes delgados y chatos, parecidos a un panqueque, que a su vez llegan calentitos en una vaporera de bambú. Luego llega la cabeza del pato, que parece ser una parte muy preciada del pobre animal.
En primer plano, los panquequitos en los cuales se envuelven los trocitos
de carne de pato que vemos más al fondo.
Aquí el cocinero se retira nuevamente a la cocina con los huesos, que, todavía con algo de carne adherida, serán fritos y llevados posteriormente a la mesa, como epílogo del volátil manjar. Obviamente no se puede escribir lo que significa comer este pequeño banquete en el que de un solo animal salen una cantidad de platos diversos (me olvidaba, en medio de todo esto también traen a la mesa una sopa de pato). Sí puedo decir que es una de las cosas más ricas que comí en mi vida, que me pareció fantástica esa sucesión de diferentes maneras de comer el pato, y que bien valen las 30 horas de vuelo para venir a experimentar esta delicia.
Como broche final, el mozo trae una especie de tarjeta postal donde figura el número de cada pato que uno consumió, es decir, la cuenta de cuántos patos se han sacrificado desde la apertura del restaurante… nosotros fuimos los golosos asesinos de los patos números 396.085 y 396.086 del restaurant Quanjude.
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